HISTORIA DE ESPAÑA EN DOCUMENTOS.

Estudio de la historia contemporánea de España a través de sus documentos.

domingo, 10 de abril de 2011

NICETO ALCALÁ ZAMORA.

TESTIMONIO DE N. ALCALÁ ZAMORA DE COMO SE LE OBLIGÓ A DIMITIR TRAS EL EXITO DEL FRENTE POPULAR.

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"... A pesar de mi actitud, fui elegido presidente de la República, por unanimi­dad de los partidos, y casi de los diputados: 362sufragios y 15 adhesiones posteriores sobre 410 votantes. La iniciativa de mi candidatura había sido to­mada por el gobierno de izquierdas.

Llegaba a la Presidencia de la República sin ambiciones; algún tiempo más tarde, no conservaba ninguna ilusión.

El 7 de julio de 1934, uno de los días más terribles de mi vida, recibí noti­ficación directa y casi solemne de un hecho que me consternó por el temor previsible de sus terribles consecuencias. La izquierda republicana lo reclama­ba todo para ella sin admitir vivir en la oposición. Ella no podía esperar más; y había gobernado desde abril de 1931 a octubre de 1933!

El 7 de julio de 1934, la actitud de las izquierdas era muy inquietante: si gobernaban, lo ofrecían todo, pero si quedaban en la oposición, entonces ame­nazaban con todo. Y el fondo de las ofertas y las amenazas era el orden públi­co, la paz de España, la existencia del régimen. No podía someterme ante tal intimidación. Era además imposible –siendo tan reducida mi prerrogativa de disolución– disolver las Cortes, elegidas siete meses antes.

Adivinaba fácilmente todas las catástrofes que se aproximaban y, de acuerdo con el Jefe de Gobierno, entonces el Sr. Samper, hice lo mejor para evitar el peligro que se acercaba. Desgraciadamente, una torpe crisis, provocada por la impaciencia de las derechas, y que el régimen parlamentario a ultranza me obligaba a resolver según la voluntad de la Cámara, echó abajo el gabinete Samper. Entonces se produjo la rebelión en Cataluña, en Asturias, y en otros lugares.

Se comprende muy bien que con la ilusión perdida en cuanto al patriotis­mo y la sabiduría de los partidos desde el 7 de julio de 1934, yo vivía ahora contando los días de mi mandato como los de la cárcel, sólo pensaba en mi liberación.

El Frente Popular, que conocía muy bien mi estado de ánimo, que era prin­cipalmente obra suya, creyó fácil, en la primavera de 1936, arrancarme la di­misión que deseaban a toda costa; esta dimisión le evitaba revocarme por la violencia. Todos deseaban mi dimisión: los partidos marxistas, para imponer su revolución social; la izquierda republicana, para monopolizar las ventajas del gobierno; y M. Azaña, para subir a la presidencia, sin tener que exponerse a que una nueva oscilación electoral hacia la derecha –que estaba prevista como algo inevitable si esperábamos hasta diciembre de 1937, fecha del cese normal de mi mandato– aniquilara todas sus posibilidades.

Se inició una campaña vergonzosa, sin precedentes, para obligarme a di­mitir.

La exigencia de mi dimisión se planteó primeramente en la prensa guber­namental. De antemano se había exceptuado de censura, la más rigurosa que España había conocido, a un periódico cuyo propietario era líder socialista. Este periódico anunciaba escandalosamente el acuerdo de los partidos de la mayoría y del Gobierno para destituirme si no presentaba mi dimisión. Apro­veché el Consejo de Ministros para decirles que tal espectáculo, tan deshonro­so para los poderes públicos, tenía que terminar, y que era además absoluta­mente inútil, ya que estaba, aunque sin ambición ni ilusión, sin embargo re­suelto a no asumir las responsabilidades tan pesadas de los temibles desenla­ces de una caída anormal del primer mandato presidencial.

Pronto comenzó otro matiz, aún más escandaloso, de la campaña llevada por el gobierno contra el Jefe de Estado, que había puesto su confianza en manos de los ministros. La censura -tan intransigente, tan susceptible, que no permitía el menor ataque contra un acto o contra una palabra de los ministros, o de los gobernantes- recibió la orden de permitir y animar, en algún sector de la prensa gubernamental, las injurias, los insultos más indecentes, más licen­ciosos, contra el Presidente de la República. Le dije a los ministros que ese espectáculo era nocivo para ellos y para el régimen, pero que yo no me sentía afectado por unas armas tan despreciables: y que no dimitía.

El 15 de marzo, una llamada telefónica, que venía de los alrededores de Jaén, me advertía de que mi familia materna acababa de ser encarcelada, y que estaba amenazada de lo peor. Recurrí al Gobierno. No pudimos impedir que mis sobrinos, encarcelados por la exigencia de la muchedumbre, fuesen, al igual que otras personas muy respetables, todos conducidos por la fuerza pú­blica a Jaén, cruzando como propaganda anarquista otras tres ciudades impor­tantes. El 16 de marzo, el gobernador civil de Jaén liberó a las víctimas, pero aconsejándoles el exilio voluntario, no pudiendo él garantizarles sus derechos, incluyendo el derecho a la vida... Eran republicanos de antes del triunfo; se trataba de los nietos de un diputado de las Cortes constituyentes de la primera República. Se exiliaron voluntariamente, y yo no dimití.

El 7 de abril, los ministros depositarios de mi confianza, al no recibir mi dimisión, decidieron revocarme. Pero el acto de revocación era tan absurdo, incluso de una tal prevaricación, que quisieron hacer una última gestión, la más indigna, para arrancarme la dimisión.

Apenas empezada la sesión de la Cámara, ésta fue suspendida bajo el pre­texto de algunos detalles de forma. El Presidente de las Cortes, de acuerdo con el Presidente del Gobierno, M. Azaña, envió a mi casa un consejero de la Cáma­ra de Cuentas, como embajador muy extraordinario. Una vez que llegó, el men­sajero no pudo hablar; apretaba con fuerza su sombrero y sólo sabía balbu­cear:

-Es una misión vergonzosa, no deberla haberla aceptado, pero quizás esto sea lo conveniente para usted... Repetía eso una y otra vez, y entonces le invité a que me explicara aquella misión tan vergonzosa. Ésta constaba de tres puntos: 1°. Notificarme el acuerdo del Gobierno para revocarme con el voto de la Cámara; 2°. Aconsejarme la dimisión, que el enviado debía llevar a la Cáma­ra donde era esperada; 3°. Hacerme reflexionar sobre los peligros que yo y mi familia podíamos correr por parte de la muchedumbre excitada; y dueña de la calle. No hace falta decir que el Gobierno nos desamparaba, como lo había hecho el Gobernador de Jaén con mis sobrinos; en mi casa, nada de guardia militar. Es la amenaza más inconcebible en las relaciones e incluso en la lucha, entre los poderes de un Estado y de un régimen, que de esa forma se derrum­baban. La amenaza fue despreciada como lo merecía. Cuando el mensajero llegó al tercer punto, el más indigno, me levanté y dije:

–Pues bien, y dígale al Sr. Martínez Barrio que usted no lleva mi dimisión, ni un mensaje, ni una respuesta!

Unas horas más tarde, había sido revocado por la Cámara ...."


Confesiones de un demócrata. Artículos de L'ére Nouvelle (1936-1939). Niceto Alcalá-Zamora y Torres, Obra Completa. Año. 2000. Ed. Parlamento de Andalucía, Diputación de Córdoba, Cajasur y Patronato "Niceto Alcalá-Zamora y Torres".



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PRESÉNTALO EL DÍA 27 DE ABRIL DE 2011 .